Película de Tim MIELANTS, Bélgica, Irlanda, 2024
Crítica de Véronique Gille, traducción adaptada
Duración: 96 min.
Año: 2024
País: Irlanda
Dirección: Tim Mielants
Guion: Enda Walsh. Novela: Claire Keegan
Fotografía: Frank van den Eeden Reparto: Cillian Murphy, Eileen Walsh, Michelle Fairley, Emily Watson, Clare Dunne, Helen Behan, Ciarán Hinds, Ian O’Reilly, Ella Cannon, Amy De Bhrún, Joanne Crawford, Abby Fitz, Tom Leavey, Cillian O’Gairbhi, Liadan Dunlea, Louis Kirwan
Música: Senjan Jansen
Género: Drama. Familia. Religión.
1985. Es Nochebuena. Bill Furlong (el excelente Cillian Murphy) es un carbonero en un pueblo irlandés. Dividido entre un pasado que le recuerda constantemente su presente y este presente que en realidad no está dispuesto a alterar para preservar a su familia, tomará sin embargo una decisión que le hará recuperar esta parte de humanidad y dignidad que había enterrado dentro de él. 1985. La religión católica aprisiona la vida cotidiana de los irlandeses que, como el Estado, aprueban el funcionamiento de establecimientos destinados a redimir “almas” y expiar los pecados de las niñas perdidas rechazadas por sus familias y llevadas a estas lavanderías-conventos de las hermanas de María Magdalena.


Más allá de estas cuestiones antirreligiosas, la película describe una sociedad donde las mujeres crean una sociedad patriarcal cuyo modelo de sometimiento ha encontrado una eficacia encubierta basada en la hipocresía y las mentiras que percibimos escena tras escena. La puesta en escena es de gusto clásico, pero un tema así no requiere otro. Es una mirada situada igual de alto que este simple carbonero, meditativo y pensador, para que su indignación se sienta sin forzar una línea que no lo necesita, pero sin minimizar nada tampoco. En este sentido, la interpretación de Cillian Murphy cautiva por su sencillez y sobriedad.


Todo se siente a través de la reflexión silenciosa y parca del personaje, llevado por un impulso natural protector y solidario de su espíritu. Esta película es una obra despojada que conmueve gracias a su historia realista e íntima (además cómo no pensar en la bellísima Las Hermanas de la Magdalena de Peter Mullan, película rodada en 2002?). La puesta en escena sigue el transcurso de los pensamientos del personaje, de ahí una cierta lentitud como toda concienciación interna. Emoción, pero sin arrebato, sin sentimentalismo, sin exhortación. El espectador sabe que la ficción se nutre de la realidad comprobada y se convierte luego en base para la reflexión sobre los excesos que puede generar el fundamentalismo, sean cuales sean las religiones o sociedades que lo propugnan o toleran.
En la película no hay, pues, autocompasión, sino un cierto naturalismo, una observación precisa y rigurosa de lugares simbólicamente oscuros y grises, incluso siniestros como el oscurantismo religioso, de hechos y comportamientos que recuerdan la valiosa lucha, por pequeña que sea (como extender una mano), para defender la libertad humana, especialmente cuando esta lucha se expresa en femenino en una sociedad intolerante que apoya esta penitencia “salvadora” mientras que desde los años sesenta las mujeres descubrieron la libertad en la mayoría de las sociedades occidentales.


El cineasta se centra en la evolución ante la injusticia y el encierro. Lo que emerge es un hermoso retrato de un hombre que oscila entre la esperanza y la resignación, la rebelión y el sacrificio, un personaje retraído y doloroso. Tim Mielants explota los contrastes de luz, pero la mayoría de las veces está cubierta. Su película es interior y está construida en torno a la larga toma de conciencia de Bill Furlong. La obra nos hace pensar que siempre hay una solución para elegir el propio destino. No provoca nuestra indignación, no presenta una acusación virulenta contra la Iglesia y condena más bien la complicidad de la población que rechaza la lucha del carbonero en esta Irlanda ultracatólica. Por tanto, no es una película política.


El protagonista “se lava las manos” repetidamente en la película, pero la imagen que le refleja su espejo le ayuda a ver claramente, vagamente al principio, en el mundo que le rodea, así como en sí mismo y en su incapacidad para hacerlo, ya que está apegado a la imagen que ese espejo le refleja, es decir la sociedad, y permanece apegado a la infancia de servidumbre que vivió. Es a través de elementos físicos, puramente materiales, gestos, clics, ruidos, manos apoyadas y, especialmente, la luz de las lámparas de noche que se confirma el reflejo conmovedor de Bill. El director eligió una puesta en escena física acompañada de elementos simbólicos: Bill conduciendo el camión, Bill caminando, cargando, avanzando, entrando y saliendo, ayudando. El símbolo se funde entonces con las sensaciones del espectador y la ausencia directa de sonido lo sumerge en el mundo interior del repartidor de carbón.
Sin embargo, el montaje recurre a artificios clásicos. El cineasta no filma la secuencia del cara a cara de Bill con la Madre Superiora en uno o más planos secuencia que habrían dado la sensación de continuidad, pero no la de la dureza, la violencia de las declaraciones y la humillación que este montaje refuerza. En esta escena no hay tregua y la teatralidad está muy presente y evidentemente intencionada. Toda la escena consistirá para la monja en hacer gala de su superioridad, su fuerza y su malignidad. Está claro que esta escena da sentido a la película. ¿Pero la película va más allá? Sí, con cierto didactismo. El cineasta quiso preservar el tiempo y el lugar, no sólo porque se inspiró en personas “reales”, sino también porque quería proporcionar el trasfondo histórico y social al espectador no especializado.


El deseo de las monjas es hacer socialmente aceptables a estas niñas “perdidas”, para que pierdan su lado rebelde. Así las monjas reemplazan a Dios, a quien Bill no reconoce como suyo, con preceptos no basados en la compasión, sino en la humillación. Más que un mensaje de resignación, el largometraje es un llamado a la lucidez de mente y de corazón. En este sentido, la escena del trío – Bill, Sarah, la Madre Superiora – es cautivadora: la cámara sigue cada movimiento, cada ruido, cada mirada sumisa, cada respuesta lacónica de Bill a las órdenes veladas y amenazantes de la todopoderosa monja. Los sonidos reemplazan a las palabras mientras el cineasta mantiene incansablemente al actor en el campo de su cámara, no sólo en esta escena, sino también en otras igualmente simbólicas.


Tim Mielants sabe dirigir a sus actores con naturalidad y sobriedad porque las situaciones más delicadas de la película no caen en el melodrama ni en el ridículo. La eficacia de su película proviene de su capacidad para describir un personaje complejo que no puede reducirse a un simple arquetipo. Evita el didactismo excesivo y consigue conmover a través de la belleza de la mirada puesta sobre el protagonista que, ciertamente y esto puede considerarse un defecto mayor, eclipsa a los personajes secundarios, imágenes de esta sociedad farisaica. Los flashbacks dispersos marcan la sensación de ruptura y puntúan la película con un tono expresionista en un entorno realista. Las ideas bochornosas de la película -su anti familiarismo en sordina, su rechazo a una educación que se detiene a medio camino y se vuelve explotadora- la hacen subrepticiamente incómoda, pero es una película que da voz a aquellos que no han sido escuchados. Una película esclarecedora en estos tiempos convulsos.

Vista en BCN FILM FEST IX de Barcelona
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