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El frío que quema (crítica)

EL FRIO QUE QUEMA, película de Santi Trullenque, 2022

                                                         Reseña de Véronique  Gille

Duración: 116 min.

Año: 2022
País: España
Dirección: Santi Trullenque
Guion: Agustí Franch y Santi Trullenque
Música: Francesc Gener
Fotografía: Àlex Sans
Reparto:
Greta Fernández, Roger Casamajor, Pedro Casablanc, Adriá Collado, Daniel Horvath, Ksawery Szlenkier, Elisabet Terri, Nil Planes, Kasia Kapcia, Peter Nikolas, Albert Vilcan
Género:
Drama histórico. Nazismo.

Pocas películas y músicas dejan imágenes y sonidos anclados en la memoria de forma duradera: por desgracia, la película de Santi Trullenque El frío que quema no será parte de ellas. Podemos imaginar muchas cosas buenas o malas sobre el significado profundo que se le dará al mensaje -si es que lo hay- entregado por esta película, el hecho es que es una obra inacabada por su impacto psicológico y emocional poco creíble. Es cierto que fomenta la reflexión personal sobre los diversos temas tratados, pero estos son superficiales y se entrelazan de una manera más que satelizada.

Es una película sobre la venganza, familiar o social, sobre el cainismo, sobre la locura y la barbarie, sobre la violencia y la crueldad. Podríamos pensar que el director quiere ponernos frente a frente con nuestra propia violencia en una situación de conflicto y guerra, pero muy rápidamente no dejamos que esto se interponga porque los personajes, en su conjunto, son caricaturescos. Así aparece la imagen de Lars, el oficial nazi protagonista, cuando está completamente desnudo y limpio como una patena, ante un espejo. Espejo de perfecta nostalgia aria. La belleza de su cuerpo pronto será contradicha por la locura del personaje, por la locura del nazismo y el sexo de Lars se convertirá en instrumento de guerra y de castigo.

Esta película se define como una película histórica, pero ¿cuándo aparece la conciencia histórica de los personajes en la película? Precisamente, la caricatura impide cualquier dimensión histórica. Al optar por poner en primer plano una vendetta amorosa como telón de fondo, la Segunda Guerra Mundial y el papel de los andorranos en ella adquiere la apariencia de una guerra personal que no gira en torno a ideales políticos, sino en torno a un amor frustrado y asesino. Santi Trullenque utiliza el realismo para mostrar una verdad cruda y cruel sobre los aspectos oscuros del ser humano, pero el sentido colectivo y por tanto histórico de la película es aniquilado por el melodrama.

Hubiera sido relevante y atrevido mostrar en las secuencias que la frontera andorrana era sinónimo de libertad para aquellos que -judíos, resistentes o aviadores caídos que se unían a su base- huían del nazismo y la Francia de Vichy. Desgraciadamente, la película no ahonda en el fino papel que jugaron estos andorranos, miembros o no de la Resistencia, pasadores que salvaron vidas en un territorio rodeado de montañas. Fue una frontera de la que los alemanes se convertirían en dueños en 1942. De ahí el personaje de Lars que es catapultado al pueblo donde debe luchar contra evasiones mientras se muere de aburrimiento hasta volverse loco («Aquí nunca pasa nada«, dice).

Sin embargo, hay que saludar el trabajo de Àlex Sans, porque la fotografía es suntuosamente bella y sublima paisajes no obstante angustiosos y escalofriantes. La película nos llena de fuego, frío -refiriéndose así al oxímoron del título-, nieve, bosques misteriosos, árboles como rejas de prisión y sonidos metálicos tan tajantes como el hacha de Sara cortando un conejo. Es un pueblo de víctimas sacrificiales, pero al mismo tiempo de rehenes voluntarios y verdugos, lo que hace que la película sea inquietante. Hay diferentes niveles de lectura ya seamos desde el punto de vista de la violencia bárbara de Lars o desde la venganza personal de Serafí, Antoni, Joan y Sara.

Estamos tentados a avalar la venganza de Sara sobre todo, porque impulsada por «buenas razones», salvo que, en última instancia, las masacres perpetradas por los nazis y las masacres familiares parecen igual de importantes y puestas en pie de igualdad. Esto es difícil de entender en el contexto histórico. La crueldad puede engendrar crueldad. Y esta crueldad es la misma, ya sea ideológica (en el caso de Lars) o convertida en “moral” por motivos afectivos, por lo tanto aceptable según la ley del talión. El espectador puede así sentir empatía por el trauma inhumano vivido por Sara, mujer devastada, pero su respuesta a la violencia es tan inmoral como la de Lars.

La venganza de Sara la libera como ser humano para no seguir siendo una sombra. Las últimas imágenes de la película sugieren con razón esta entrada en la luz del personaje y su hijo, garante de su supervivencia. Pero también tocan la cuerda sensible como lo hacen también en la construcción de la película las escenas de flashback que son necesarias para comprender los motivos psicológicos de venganza de Serafí, Joan y Antoni, no obstante todo se revela a una distancia demasiado cercana. La puesta en escena está insuficientemente equilibrada entre emoción y distancia, aunque las interpretaciones de los actores resultan convincentes. Todo se muestra, nada se nos sugiere. Realidad cruda e intransigente del asesinato y la violación. ¿Es realmente necesario? Lo sería si la película fuera conmovedora y fuerte. Este no es el caso.

Sin embargo, el personaje de Sara es interesante (como lo es el de Lars): sin ninguna conciencia política real, es el personaje que más evoluciona. Es una mujer joven, futura madre, que parece haber dominado siempre su universo hecho de certezas y elecciones asumidas. Su pareja está destrozada y ella vive un desorden interior que constantemente intenta recrear para redescubrir las certezas que tenía antes de la llegada de la familia judía a su hogar. Durante la guerra, circulaba en Francia un cartel propagandístico en el que se leía «la familia francesa es salvada por el soldado alemán» y es precisamente esta familia la que Sara quiere conservar para sí misma para hacer tangible ese universo mental que ella desea reconstituir. Ella corta un conejo, cocina, prepara el desayuno, sirve a sus «invitados» porque la casa debe vivir para que todos sobrevivan.

El cineasta la contempla de cerca mientras contempla de lejos la guerra que a veces deja penetrar (y violar) en ciertas secuencias fílmicas -el sonido persistente de tambores a modo de cañonazos y el de los gritos guturales y bestiales de Lars– por la evocación sistemática de los alemanes que invaden un territorio sagrado, el de la familia, del hogar bajo una atmósfera amenazadora subrayada por la música de Francesc Giner. Estas amenazas vienen anunciadas por premisas que están ahí: discusiones, caricias veladas, actitudes cobardes… Tantas pistas que informan sobre el trastorno mental de una joven que intenta aferrarse a lo que sabe y reprimir lo que teme.

En el espacio de unos planos en la frontera a los paisajes de nieve soleada lejos del tenebrismo omnipresente de las escenas interiores, la película transcurre del drama a una posible esperanza de vida al abrigo de los peligros que la aguardan fuera de la casa, su último refugio. Los planos finales de la película borran las peleas, los asesinatos, las separaciones con este nuevo ser pequeño que representa (casi) la vuelta a una vida “normal”, materializándose en la mirada que Sara lanza al espectador. Ella desafió a la muerte para resucitar. Es un aire de comienzo en un universo cercano al infierno donde la Humanidad ha sido puesta en espera. La violencia no tiene género ni edad, y las rivalidades entre hombres pueden tener rasgos femeninos.

Lars es un oficial borracho con una ferocidad alcohólica sin nombre cuya tarea – vigilar la frontera para detener posibles fugas – finalmente lo muestra como el que paga el pato de una propaganda despiadada. Loco y revestido con sus atavíos sanguinarios y brutales, el oficial alemán es un animal (su abrigo de piel lo simboliza), un autómata descerebrado visceralmente detestable como la abyección viste el traje del Doctor Coderch al servicio de la Muerte. Es una pena que el director no se haya puesto el resorte del humor para producir ese efecto de distanciamiento ya evocado para evitar que la película caiga en un craso maniqueísmo y en las faltas del exceso. La película de ninguna manera elabora una acusación antinazi o antibélica, porque el melodrama -la historia de la cobardía y la mezquindad de la naturaleza humana en un cruel juego de «eliminación» entre los habitantes del pueblo- amenaza constantemente la tragedia. Y la guerra: ¡qué hermosa inmundicia!

Si bien algunas secuencias de la película son de costumbrismo (la fiesta del pueblo, la asamblea de bordadoras y costureras dignas de un coro lorquiano), otras asfixian al espectador con sus rostros ensangrentados, sus rasgos deformados, filmados como mucho cerca del miedo, la barbarie y el apoyo por una banda sonora omnipotente. Podemos entonces pensar en la obra de Ramón Sender Réquiem por un campesino español y la película del desaparecido Mario Camus, Los Santos Inocentes. A pesar de las improbabilidades psicológicas en la construcción de los personajes y de los pensamientos a veces simplistas sobre los temas abordados, el cineasta deja oír lo inaudible: es en tiempos de guerra individual o colectiva que el ser humano se supera a sí mismo, en el arte de matar y sobrevivir. En este sentido, él actúa como mediador, pero su película no es un instrumento de conocimiento histórico. Sigue siendo incómoda, problemática, maniquea… una película quizás sencillamente viva…

Para ver versión en francés pulsar aquí.

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