Película de Guillaume NICLOUX, Francia, 2024
Crítica de Véronique Gille, traducción adaptada
Duración: 98 min.
Año: 2024
País: Francia
Dirección: Guillaume Nicloux
Guion: Nathalie Leuthreau, Guillaume Nicloux
Fotografía: Yves Cape Música: Reynaldo Hahn
Reparto: Sandrine Kiberlain, Laurent Lafitte, Amira Casar, Paulline Etienne, Mathilde Ollivier, Laurent Stocker
Género: Drama. Biográfico. Romance. Cine dentro del cine.
Digámoslo claro: esta película no es cine. Es más bien teatro filmado, a veces bueno, a veces malo. La falta de audacia la vuelve insulsa, y no deberíamos esperar una auténtica película biográfica que fuera un monumento dedicado a la gran actriz francesa. En primer lugar, porque la actriz elegida para el papel de Sarah no resulta del todo creíble al interpretar a Sarah Bernhardt. En segundo lugar, porque la película adolece de sus debilidades: la elección de Sandrine Kiberlain, pero también otros errores de casting que también generan una falta de intensidad en la expresión de los personajes, ciertamente compleja, pero todos los actores son profesionales. Solo Laurent Lafitte (Lucien Guitry, el eterno amante) y Laurent Stocker (Pitou, el dócil mayordomo) parecen destacar.

Tampoco es una representación del teatro francés a través de su mejor intérprete de la época, como cabría esperar. Este largometraje trata menos del gradual ascenso artístico de Sarah Bernhardt que de su poder de seducción y cómo lo utiliza. Es un simple retrato de una amante, más que de una actriz elevada al rango de «divina«. El personaje existe gracias a la idolatría que provocó, pero los espectadores que no la conozcan encontrarán su curiosidad cultural frustrada y en absoluto saciada. La película desarrolla un destino puramente individual, incluso individualista, donde la búsqueda de poder implica seducción, y la emancipación debe ser, ante todo, sexual. Por lo tanto, no hay tensión dramática. Y, en definitiva, la protagonista resulta bastante antipática.

Su vida transcurre en lugares recargados de adornos, objetos, telas, cortinas, muebles, vestuario: todo parece encerrar y amenazar a los personajes, reforzando la sensación de asfixia con fondos sin aberturas, y la actriz se convierte entonces en una criatura vampírica en medio de una explosión de opulencia. Los decorados de los espectáculos, los jardines interiores, los hoteles de encaje, el elegante vestuario, todo denota pompa y placer. Guillaume Nicloux ha creado un universo extravagante, poblado de rostros con muecas, y las interpretaciones de los actores no son naturales, mostrando su amor por el arte, sin duda, pero un amor que los aísla en sí mismos, hasta el punto de hacerlos insoportables.

Frágil y altiva, solitaria y exaltada, egoísta e histérica, poderosa y despistada, libre y liberada, difícil y desplazada: estos son los rasgos de carácter de la artista retratada en la película; sin embargo, carece de una necesidad de profundidad. No hay una reflexión apasionada ni vertiginosa sobre la relación entre Sarah Bernhardt y la rígida sociedad del siglo XIX que se contradice al adular a esta mujer extravagante, obscena y muy moderna, que también es un formidable monstruo de celos. La obra erosiona la leyenda de la Divina en favor de un espectáculo artificial de la artista, confrontando su ser con un prosaísmo social, cercano a la imaginería. La película narra sólo una parte de la vida de la actriz, partiendo de su tormentosa y apasionada relación con Lucien Guitry, padre de Sacha Guitry. El director opta por una narrativa retrospectiva, incluyendo numerosos flashbacks que surgieron de una pregunta candente planteada por Sacha sobre la relación de su padre con Sarah. De hecho, Lucien se convierte en el personaje central, aquel atormentado por su tortuosa relación de amor, admiración y odio con esa amante de cuyo abrumador talento y poder es consciente.


Pero el cineasta no logra casar el arte teatral con el cinematográfico en un estallido de vitalidad creativa, sin involucrar realmente la responsabilidad del espectador de situar su mirada más allá de esta visión para trascenderla. Con pocas referencias, salvo teatrales y musicales —Rostand, Sacha Guitry, Debussy, Ravel— y una evocación del caso Dreyfus —con Zola como apoyo—, la película se reduce a una crónica de la vida cotidiana de Sarah Bernhardt en un entorno lujoso. Los puntos positivos del largometraje son la iluminación, que baña la película en una atmósfera onírica, cuya estetización la convierte en una obra de tendencia sofisticada, casi expresionista, con una meticulosa reconstrucción de la época. La velada de consagración con la música, los juegos de palabras, los chistes, la escena cruel de celos, las texturas, la luz se funden en una zarabanda estirada y sofocada como una fuerza vital.

La película no escapa a la extraordinaria historia de vida en la que se deleita el género y no se libera de sus clichés habituales. Revela un ser motivado por impulsos que nublan y ahogan al espectador en un tiempo que se convierte en un material maleable, ya que la historia no es lineal y se construye como un largo flashback. Al mismo tiempo, Guillaume Nicloux parece haber querido romper con la imagen icónica de Sarah Bernhardt y rastrear su vida a ras del suelo, desmitificando a la actriz para ponerla en su lugar, en la escala de la vida cotidiana, pero La Divine no puede convertirse en una doña nadie. El resultado es un lujoso, pero hueco y ocioso pastel de bodas francés. Con sus escenas estéticas, puntuadas por las magníficas notas de Debussy y Ravel —un regalo de acentos de eternidad— y las imágenes de archivo, la película sirve como despedida de un universo barroco y voluptuoso que desaparecerá con la actriz.

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